Y como los libros de género degeneran antes que otros, aquel encargo se volvió una carga. Lo he tenido escondido entre mis papeles como quien oculta una carta delatora o un pecado inconfesable, pero de cuando en cuando he sucumbido al inefable placer de proponerle a los editores mis fantasías eróticas. E inevitablemente se corrían en cuanto les confesaba que no era novela. Nunca falla. Los editores siempre se corren cuando alguien les propone relatos.
Después eran examinados por una comisión de expertos, que dictaminaba si merecía o no la pena dejar vivir al recién nacido. Ni se les ponían fajas ni se atendían sus llantos y miedos en la oscuridad de la noche. La edad del boda oscilaba entre los catorce, quince y dieciséis años. El padre era quien tenía todo el poder, el angelito no era considerado ni ciudadano, dentro de un imperio que la abstracción de perte- nencia ciudadana fue un valor predominante. Existía la costumbre de asesinar a los niños con deficiencias o enfermos. No se trataba de ninguna violación a las normas. Da la impresión que en las sociedades antiguas se privilegia el status quo, de manera que cualquier presencia innovadora, rebelde o revolucionaria debe ser controlada. Y el primer control se da en la infancia.
Supongo que hasta ese momento habia permanecido en el limbo de la limpieza, pero no tengo recuerdos de aquella pristina edad relacionados con mi anécdota sexual. Mi primera experiencia consistió en tragarme casualmente una pequeña muneca de baquelita, de esas que ponian en las tortas de cumpleafios. Las niñas de mi generacién carecíamos de olfato sexual, eso lo inventaron Master y Johnson mucho después. La explicacion ancestral era la cigueña, que traía los bebés de Paris, y la moderna era sobre flores y abejas. Mi madre era moderna, pero la relación entre el polen y la muñeca en mi barriga me resultaba algo clara. A los siete años las monjas me prepararon para la primera comunión. Antes de recibir la hostia consagrada había que confesarse.